Escrito por Maréa José Puebla
¿Te ha pasado alguna vez de pensar o creer que el mundo es justo? Que si todos hacen lo que deben hacer no tendríamos los problemas que tenemos. Pero que, si surgen contratiempos, es porque alguien no ha hecho lo que debería. Alguien se ha equivocado, ha querido dañar o algo por el estilo. Entonces, como el mundo es justo, esa persona pagará por el agravio, el desperfecto, el perjuicio, el mal cometido o como lo quieras llamar.
¿Te ha pasado de pensar así? A mí sí, incluso aún hoy. Menos que antes, porque trato de revisarlo para poder darle a mis hijos otra mirada del mundo: menos fantasiosa, más realista, más empática. Pero me pasa. Y es que se trata de un programa mental que viene con el ser humano, un sesgo cognitivo, nacido para simplificarnos el mundo y así ahorrarnos energía. Como dijimos, se trata de un sesgo, que tiene una función de ser, pero que si no lo mantenemos a raya nos crea un mundo en blanco y negro, fantasioso, sin matices, irreal, sesgado.
Hoy me toca escribir sobre las personas que duermen en la calle, homeless, gente sin hogar con la que nos topamos todos los días, y más de una vez al día, en nuestro camino a casa, al parque, al trabajo, al gimnasio, en la puerta del súper, de la cafetería, del negocio de ropa.
En el parque al que voy con mis hijos es muy común encontrarnos con un grupo de personas, cuatro o cinco, sentadas sol, conversando, limpiando o acomodando los cartones que utilizan para formar la casa en la que pasan la noche.
No voy a negar que este grupo cautivó mi atención, porque estaba convencida (sesgo) que los homeless prefieren estar solos y, por tanto, dormir solos también. Sin embargo, con la espina de la duda clavada, empecé a recorrer las calles buscando confirmar esa idea. Y así fue como di con muchos, y muy variados, grupos de homeless: unos que se recostaban en periódicos y cartones y con sacos de dormir, otros que compartían colchones, mantas y estaban acompañados por animales, otros que dormían juntos dentro de una casita de cartón, sin ventanas ni nada que permita curiosear en el interior.
Vale, era un sesgo definitivamente, algo que yo había creído pero que no es así en el cien por ciento de los casos. Entonces la pregunta ¿por qué se agrupan? ¿por qué lo hacen, especialmente, al dormir?
Conversé con tres personas en situación de sin hogar, cada una con su historia particular. Distintas edades, distintos géneros, distintas formaciones educativas y provenientes de distintos países.
Los que pasaron tiempo durmiendo en la calle me explicaron que la tendencia a formar manada, y especialmente por la noche, tiene que ver con un tipo de organización que han debido adoptar para protegerse. Una persona del equipo asume la vigilancia durante unas tres o cuatro horas y luego se la cede a otro compañero, repitiendo este mecanismo todas las noches.
¿A qué adivino lo que estás pensando ahora mismo sobre esto?: ¿pero de qué se tienen que proteger ellos si somos nosotros los que nos tenemos que cuidar de ellos? Unos pensamientos que emanan pura y exclusivamente de esa fantasía del mundo justo. Un mundo imaginario donde la persona sin hogar es alguien con problemas mentales, agresiva, drogadicta o alcohólica (y por tanto peligrosa) porque de otra manera no habría terminado en la calle. Lo que le sucede es consecuencia de su accionar, de su pura y exclusiva responsabilidad. Esa circunstancia solo puede ser el final de una vida de malas decisiones, propio de personas que no están bien de la cabeza.
Pues a mi amigo o amiga que lee esto y que le interesa dejar de prejuzgar y empezar a aterrizar. A vos te cuento, que las personas sin hogar tienen miedo, mucho miedo, miedo a vos, a mí, a tu mamá, a tu vecino, a la calle sola y oscura. Porque vivieron en casas, calentitos y protegidos y de rompe y raje tuvieron que irse a la calle. Claro que sienten miedo, sienten terror y por eso es que duermen en grupos y se organizan para protegerse los unos a los otros. Porque les ha pasado, y más de una vez, que les han golpeado, les han meado, les han robado, las han violado y hasta les ha tocado ver morir quemado a un colega que mientras dormía, un grupo de muchachos lo bañaba en gasolina.
Cuesta asimilar que estás en la calle, a merced de la gente y del clima
Daniel tiene 62 años, es epiléptico, hipertenso, divorciado, sin hijos.
Sus padres fallecieron y prefirió no molestar a su hermano con sus cosas.
Antes de la pandemia trabajaba de soldador en una pequeña empresa en Mallorca. Pero esta cerró y echó a sus ocho empleados, sin erte ni paro.
Estuvo en la Legión española. Habla siete idiomas.
No toma alcohol, no consume drogas y no padece trastornos psiquiátricos.
Buscó trabajo en Mallorca y luego viajó esperanzado a Barcelona, pero no tuvo suerte. Le planteó la situación a su casero, dejándolo libre para ocupar el piso porque sabía que era un sitio muy demandado y se fue a la calle con lo puesto.
Pensó que se trataría de una estancia breve, que conseguiría trabajo a los pocos días, pero pasaron nueve meses y Daniel casi se había comido sus ahorros. “Mi perro me salvó la vida, nunca antes había tenido una mascota, él me daba cariño”, cuenta en la entrevista.
Sabe que la edad es su handicap y se esfuerza por compensarlo haciendo todos los cursos y las capacitaciones que la Asociación Homeless Entrepreneur le ofrece.
De las entrevistas laborales siempre sale con la misma respuesta: de momento, como está la cosa, no estamos contratando. “Estas respuestas me frustran porque necesito trabajar”.
Sin embargo, que Daniel haya llegado a la asociación no es casualidad. Cuenta que, ya casi sin un duro, se planteó tomar una decisión radical. Inició una huelga de hambre en reclamo por una ayuda del estado, la renta garantizada. Estuvo una semana sin comer. Sabía que lo iban a maltratar, y así fue, sabía que lo iban a maldecir, y así fue, sabía que iban a intentar que se rindiera. Algunos de sus colegas, por miedo, le aconsejaron no hacerlo. Pero es que, en la ley de la selva, el que no llora no mama. Fue el primero en recibir el ingreso mínimo y vital y gracias a ello, y la ayuda de la asociación, es que hoy tiene qué comer y dónde dormir y dónde crecer.
Daniel sigue asistiendo a entrevistas de trabajo y sigue capacitándose.
No soy rencoroso, soy pasivo, no soy partidario de la violencia. Medito, hago relajación, pienso en los pro y los contra de las cosas antes de tomar una decisión, algo que he mejorado con la edad y la práctica. He sentido rabia, pero la venganza no es la solución.
Antonio es escritor, tiene 65 años y varios libros publicados en Amazon.
Vino a España, hace diez años, para estar cerca de su hijo. Conoció a su madre en Centroamérica, donde él trabajaba, siendo ella de origen Finlandés. Antonio nació en Perú, pero se vino a Málaga donde intentó un negocio en restauración.
Fue desahuciado durante el inicio de la pandemia y estuvo viviendo en la calle hasta que dio con la Asociación Homeless Entrepreneur.
No se plantea regresar a Perú porque quiere seguir estando cerca de su hijo.
Antonio no consume alcohol ni drogas y no padece de ningunas patologías psiquiátricas.
Piensa que fue bendecido por el tiempo en el que le tocó estar en calle. El toque de queda, durante el confinamiento, hacía que no hubiera gente circulando y eso le daba una pequeña sensación de seguridad. Pudo resguardarse en la terraza de un café, que abandonaba cada día puntual a las seis de la mañana, minutos antes de llegar los empleados.
Se define como una persona tranquila, ordenada, introvertida, responsable y respetuosa. No busca relaciones sentimentales porque dice no tener tiempo ni energía para ello, “y la poca que tengo se la entrego toda a salir de esto, conseguir trabajo”. Pero le gusta estar con gente, aprecia las redes que ha establecido con sus compañeros en la asociación.
Antonio no lleva ni un céntimo encima. Come y duerme en el hostal de la Asociación. Su tiempo lo invierte en la lectura y en capacitaciones, a tiempo récord, sobre las nuevas tecnologías. Su objetivo primero, su trabajo como él lo llama, es lanzar su próxima novela, sobre las personas en situación de sin hogar, el día 17 de octubre de este año. Pero si es eso no funciona, tiene pensado dirigir sus cañones hacia ofertas en el mundo digital. No puedo perder tiempo, tengo que trabajar de algo, afirma.
Antonio tiene una meta, una luz en su camino, y está remando con todo lo que tiene para poder alcanzarla.
Soy consciente de la suerte que tuve. Tenía miedo, mucho miedo, y fui bendecido. Tuve mucha suerte.
Me he vuelto más humilde, con esta experiencia dejé de avergonzarme de mí misma.
María Cruz vino desde Perú para hacer un máster en Gestión internacional en turismo y lo terminó en el 2019. Esperaba conseguir trabajo con las prácticas, pero la pandemia tenía otros planes y María Cruz quedó en situación de sin hogar.
Los pocos trabajos que consiguió en su rubro duraron poco y nada. La mayoría de los locales de restauración cerraron o redujeron el personal al máximo. Como todos sabemos, ha sido uno de los sectores más castigados por la pandemia.
Sin embargo, María Cruz no se rinde y se ha ofrecido de niñera y hasta para limpiar casas. Pero lo cierto es que el mundo se ha vuelto digital y estar conectado cuesta caro. Sin internet, para el sistema, es casi como no existir.
Utilizó el adelanto de su jubilación, una medida que desde el gobierno de Perú han permitido, dada la situación de extrema necesidad por pandemia.
Su hermano y su hermana han perdido sus trabajos, su padre es jubilado y su madre es el único sostén de la familia. La situación en Perú no es más halagüeña. Su familia, cuando puede, le envía dinero pero no es algo que suceda todos los meses. Sus padres están asustados, María Cruz está asustada, el mundo se ha vuelto extremadamente incierto para la clase obrera.
Agradece a la asociación por la ayuda psicológica que recibe y a través de la cual ha podido gestionar esa montaña rusa de emociones que la situación le genera.
En su día a día, María Cruz trata de respetar a rajatabla su rutina de ejercicio físico, estudios y entrevistas laborales. Intenta conservar el optimismo y la productividad todo lo que puede.
Mantiene y protege el vínculo con sus compis del máster y la gente de la asociación. Se siente amparada y contenida por esas redes sociales.
No esperamos un milagro, nos estamos capacitando y se trata de un trabajo en conjunto. Somos un equipo.
Entonces, ¿vas a seguir alimentando la idea de que las personas que viven en la calle están allí a sus anchas, que no tienen miedo y que es un sitio en el que eligieron estar? ¿Vas a seguir creyendo que se trata de una situación que nunca te va a tocar?
El mundo no es como debería ser ¡Ojalá así fuera! Y no se trata de una idea pesimista, irreal, caprichosa, todo lo contrario: entender esto es la puerta que nos habilita a pensar en lo que podemos hacer para acercarnos a ese ideal. Hacer. No juzgar. A cualquiera de nosotros nos puede pasar ¿Te gustaría que te den una mano si la necesitaras?